Por José Miguel Alzate
El pasado 13 de agosto Colombia recordó con tristeza a un hombre que le enseñó a reír con una propuesta humorística diferente. Ese día se cumplieron veinticinco años de la trágica muerte, en Bogotá, del humorista político Jaime Garzón. En efecto, el 13 de agosto de 1999 Colombia fue sacudida con la noticia sobre el asesinato de un hombre que hizo del humor el vehículo preciso para expresar sus verdades sobre una actividad que siempre ha sido mirada con recelo por la opinión pública. Ese día los sicarios acallaron una voz que se levantaba para cuestionar, con fino humor, las prácticas corruptas que la clase política entronizó en la vida de la nación.
Jaime Garzón le dio a Colombia lecciones de fino humor. Hasta su aparición en la vida pública, ningún humorista había alcanzado tanta compenetración con los colombianos. Si bien es cierto que Montecristo nos conquistó con su ingenio humorístico, la verdad es que su humor fue populista, sin ninguna connotación política, alejado de la sátira mordaz contra aquellos que en su época detentaban el poder. En cambio, el humor de Jaime Garzón fue de mayor profundidad conceptual, afincado en una temática más trascendente, elaborado con los elementos que le brindaba su observación detallada de la vida política colombiana.
La historia del humor en Colombia no había mostrado nunca una personalidad tan polifacética como la de Jaime Garzón. Y, sobre todo, tan centrada en los temas políticos. Lucas Caballero Calderón, conocido con el seudónimo de Klim, que durante muchos años escribió en El Tiempo, era distinto. Aunque tocaba los mismos temas que manejó Garzón, su humor fue siempre escrito, para degustarlo leído, elaborado en una prosa de finos destellos literarios. Garzón, en cambio, fue un excelente improvisador. No requería libreto para representar magistralmente a sus personajes. Sus representaciones le salían espontáneas, fruto de un estudio detenido de los gestos de quienes caricaturizaba.
Todos los personajes que Jaime Garzón interpretó se quedaron en la mente de los colombianos. Godofredo Cínico Caspa, de cabello blanco como la nieve, con anteojos de gruesos lentes, que hablaba como cachaco bogotano, fue la personificación perfecta del politólogo ilustrado. Resguardado entre los libros de su nutrida biblioteca, emitía conceptos sobre la actividad política que demostraban su conocimiento profundo de eso que Maquiavelo llamó el arte de gobernar. Néstor Helí, el celador del Edificio Colombia, fue la imagen de esos hombres que conocen al dedillo la vida de quienes habitan los apartamentos. En este caso, los protagonistas de la vida política de Colombia.
Garzón que más caló entre los colombianos fue, definitivamente, Heriberto de la Calle. Con su boca sin dientes, con su cara untada de betún, con sus patillas largas, les decía verdades a quienes colocaban los zapatos a su cuidado. Había en esas entrevistas cortas frases llenas de ironía, preguntas hechas para obtener respuestas contundentes, palabras lanzadas como dardos para cuestionar actitudes. ¿Y qué decir de Dioselina Tibaná, la humilde doméstica de la Casa de Nariño? Con su espontaneidad ponía contra la pared al Doctor Gordito, el entonces presidente Ernesto Samper Pizano. Esta fue una de las mejores caracterizaciones que hizo Garzón.
Veinticinco años después de su muerte, Colombia extraña el humor de Jaime Garzón. Quac el noticero y Zoociedad, programas salidos de su ingenio, fueron espacios que nos brindaron momentos de entretenimiento. Garzón supo hacer del humorismo político una cantera para reírse de este país que ahora extraña sus mordaces comentarios. Irreverente en las entrevistas que hacía como Heriberto de la Calle, irónico cuando hablaba como Godofredo Cínico Caspa, mordaz en la caracterización de Dioselina Tibaná, con Jaime Garzón se fue un hombre que hoy le hace falta a un país que necesita reír para olvidar sus problemas.