El primer caso de secuestro en territorio suramericano del que da cuenta la historia ocurrió el 16 de noviembre de 1532. Ese día, en el valle de Cajamarca, en las montañas peruanas, un grupo de españoles al mando de Francisco Pizarro tomó preso, por la fuerza, al inca Atahualpa. Para atraparlo, los españoles engañaron al hijo de Huayna Cápac, que se consideraba descendiente directo del Sol, el dios de los Incas. Atahualpa llegó hasta allí con su corte para asistir a una cena. Pero cuando arrojó contra el suelo, con indignación, “un objeto hecho de numerosos planos superpuestos exornados de inscripciones”, que le había sido entregado por el fraile dominico Vicente de Valverde, los españoles lo hicieron prisionero. Fue asesinado ocho meses después, el 26 de julio de 1533.
El secuestro del inca Atahualpa estuvo precedido por un hecho sangriento: después de que el inca arrojara al suelo las escrituras que le enseñó el fraile dominico Vicente de Valverde, los hombres que comandaba Francisco Pizarro abrieron fuego con sus cañones contra los indefensos acompañantes del heredero del imperio incaico. Esa tarde, 168 guerreros asesinaron cada uno, en promedio, a golpes de espada y disparos de cañón, a cuarenta hombres desarmados. Los acompañantes de Atahualpa, que no quisieron abandonar a su rey, encontraron la muerte a manos de los hombres de Pizarro. 7.000 personas murieron esa tarde. El rey del Imperio Inca fue acusado, entre otros cargos, de idolatría, rebelión y asesinato. Fue condenado a la pena de muerte.
El inca Atahualpa permaneció secuestrado durante 285 días. Este fue el tiempo que se demoraron sus súbditos en recoger el oro necesario para llenar la habitación de siete metros de largo por cinco de ancho donde estuvo privado de la libertad. El tributo, como lo llamaban los españoles, equivalía a setenta metros cúbicos de oro. En caso de no completarse, el faltante para alcanzar los dos metros de altura de la pieza podía cubrirse con plata. Sólo en julio de 1533 se terminó de pagar la suma señalada, que para entonces era de 1’326.539 pesos de oro y 51.610 marcos de plata. En pesos colombianos de 2003 este valor ascendía a 254.800 millones. El historiador Víctor Lloret Blackburn dice que “cuando Atahualpa vio a Pizarro no pensó que él y sus hombres fuesen una amenaza para su poder”.
La historia de este primer secuestro ocurrido en territorio suramericano la narra el escritor William Ospina en un excelente ensayo incluido en su libro ‘La herida en la piel de la diosa’. El autor demuestra cómo la época de la conquista, cuando los españoles llegaron a estos territorios entonces habitados por tribus indígenas, ha sido tergiversada. Y condena el hecho de que a Francisco Pizarro, en su concepto el primer secuestrador que registra la historia, se le haya nombrado gobernador del imperio Inca y, además, se le haya concedido el título de Marqués. William Ospina critica que a este conquistador se le considere un patriota. Pizarro le había ofrecido a Atahualpa la libertad. Pero como era un hombre ambicioso, vio en su secuestro la posibilidad de hacer fortuna.
Para William Ospina, el delito de secuestro fue inventado por Francisco Pizarro. Lo más grave es que, como ocurre en los secuestros de hoy, en lugar de ser liberado, el inca Atahualpa fue condenado a ser quemado vivo. El suyo fue un juicio amañado. En su contra testificó un indio llamado Felipillo que, según la leyenda, estaba enamorado de una indígena que era la favorita del inca. El jefe del “segundo imperio más grande del mundo después del Imperio otomano”, que aceptó ser bautizado con el nombre de Juan de Atahualpa para que le cambiaran la pena, fue estrangulado el 29 de agosto de 1533. El capellán de la expedición, Vicente de Valverde, le había pedido que renunciara a sus creencias profanas, que reconociera al único Dios (el cristiano) y que jurara lealtad a la Corona española.
Todo secuestro tiene un móvil. En la mayoría de los casos, obtener un dinero por el rescate. En el del inca Atahualpa, el móvil era obtener poder y fortuna. Esto, sin embargo, no lo cuenta la historia oficial. Conocedor, por oídas, de la riqueza de los incas, Francisco Pizarro quiso hacerse a ella. Y se aventuró por senderos inhóspitos para lograrlo. Se apoderó así, con el visto bueno del rey Carlos V, del Imperio incaico. Algo parecido a lo que sucede con los grupos insurgentes colombianos. Ellos, como lo hizo Pizarro, matan después de recibir el rescate y, luego, se apoderan de las tierras de los secuestrados. Para buscar su liberación, Atahualpa le entregó a Francisco Pizarro 24 toneladas de oro y plata. Pero la codicia del español se despertó y no cumplió su palabra de dejarlo en libertad.