El Opinadero.com.co
Foto SolLópez
Gateando entre perillas
De niño, pensaba que detrás de la caja rectangular de madera o carey con superficie en cuero perforada, dos perillas en los extremos, tres botones, un cable conductor, un enchufe conectado a la energía eléctrica o un compartimiento de baterías y una antena aérea, era un instrumento mágico que ocultaba hombres diminutos que se introducían sigilosamente en su interior para acompañarnos con su voz.
Esos hombres tenían un don divino, podían hablarles a nuestras madres en sus agotadoras jornadas domésticas, a nuestros hermanos y hermanas cuando repasaban sus tareas escolares, y a nuestros padres y abuelos los ponían al tanto de los sucesos cotidianos. La radio era magia pura, y los locutores protagonistas e ídolos a quienes soñábamos conocer personalmente.
Mi padre, periodista cultor del género humorístico, encendía el radio al levantarse para sólo apagarlo cuando se iba a dormir al lado de mi madre; excepto, claro, en aquellas ocasiones en que la televisión lograba arrebatar la audiencia con la presentación de un programa de concurso o una telenovela de gran acogida.
La fantástica escuelita que dirige Doña Rita, Montecristo, los Chaparrines, Los Tolimenses, Arandú, el príncipe de la Selva y Kalimán, el hombre increíble, tomaban vida en las voces de radioactores que llevaban nuestras mentes infantiles a un mundo de ficción donde todo era posible, y cada sonido que brotaba de los parlantes despertaba nuevas emociones.
En su adolescencia, mi hermano Néstor, dueño de una inteligencia superior, logró colarse como periodista en el medio radial, redactando impecables piezas noticiosas que eran devoradas por los locutores en los horarios vespertinos.
Fue tal su éxito que antes de cumplir su mayoría de edad emigró a la capital de la República donde hizo carrera al lado de las grandes figuras de la radio en Colombia, hasta cuando lo sorprendió la muerte presentando un programa de televisión para el canal institucional del Congreso de la República.
Fue gracias a él y a sus dotes de maestro que “me regalé” para escribir noticias en un medio capitalino, y un año después regresé a Pereira, mi patria chica, a buscarme una plaza laboral como periodista radial.
Balbuceos radiales
Corría el año 1980, y por esas circunstancias que a veces se dan en la vida, recibí la “alternativa” -como se le llama en la tauromaquia al debut del torero en los ruedos- en Radio sucesos RCN del Risaralda bajo la dirección de Luis García Quiroga, donde pude hacer equipo con Juan Fernando González Giraldo, William Ramírez Valencia, Johnson Ortiz Parra, Cesáreo Herrera Castro y ese exquisito lector de noticias que era y sigue siendo, Albeiro Burgos Colorado.
Un año y medio más adelante un recorte de personal en la cadena de Ardila Lulle me llevó a Caracol bajo la batuta de Luis Alberto Ruiz, acompañado de los periodistas Jairo Vélez Castaño y Hernando Henao Peláez y la voz noticiosa de José Alberto Giraldo Restrepo, donde encontré una nueva familia compuesta por locutores, programadores, operadores de sonido, vendedores, transmisoristas y promotores musicales.
Gran paradoja. Mientras los locutores eran ídolos soñados por bellas jovencitas que pasaban las tardes escuchándolos presentar baladas, boleros y canciones tropicales, los periodistas éramos una especie de fantasmas. Estábamos ahí, pero éramos invisibles. Pocas personas sabían lo que hacíamos. Nuestros nombres eran conocidos de manera inversamente proporcional a los de los locutores.
Algo similar a lo que ocurre con los cantantes y los autores de las letras de canciones que llegan a convertirse en grandes éxitos. Los locutores se identificaban con su nombre, apellidos, perfil y número de la licencia, expedida por el Ministerio de Comunicaciones, y lo hacían al iniciar y al finalizar sus jornadas.
En cambio, los periodistas, que corríamos incansables a la caza de una noticia, entregábamos nuestros frutos para que los interpretaran los locutores, que también leían los titulares y los boletines de resumen. La única excepción corría por cuenta del director, quien además tenía el privilegio de presentar las entrevistas. Algunos les cedían el turno a los locutores sólo para descansar la voz.
Han transcurrido 44 años, tiempo durante el cual recorrí emisoras, periódicos y medios televisivos, y en ocasiones ocupé altas dignidades en el sector público y privado, siempre relacionadas con el periodismo y la comunicación social, hasta el día en que me hice independiente y fundé El Opinadero, este medio que hoy llena mis expectativas en los días otoñales.
La Santa Muerte
Y fue en ese estado de gracia senil donde todo lo vemos diferente, que me tomó por sorpresa la muerte de uno de mis más admirados colegas, el creador del Arco Iris Musical Gustavo Adolfo Rentería, cuya cabina de locución lindaba con la sala de redacción donde yo me desempeñaba en Caracol.
La Santa Muerte, como la llaman los hermanos mexicanos, inspiró al también locutor Alberto Valencia, en la misión de promover un reencuentro de los grandes de la radio. Una oportunidad para volvernos a ver, evocar bellos y numerosos recuerdos y recibir el homenaje y reconocimiento de viejos camaradas. Fue así como se gestó el Reencuentro de los Cuchis, que tuvo lugar el miércoles 20 de noviembre en Combia, en la finca La Mabelita del cantautor pereirano Johny Rivera.
Fue Alberto Valencia, el hijo de doña Leticia, a quien todos sus colegas identificamos con el mote de El Loco, quien supo escuchar el mandato desde la eternidad para que congregara a los hombres y mujeres que hicieron la radio inmortal del siglo pasado.
Suceso inédio
A diferencia de los escritores, los filósofos y algunos políticos soñadores, los locutores son hombres de acción, acostumbrados a transformar ideas en hechos contundentes. Por lo que convirtieron aquel sueño en hito histórico.
Alberto Valencia, residente en los Estados Unidos, y un grupo de colegas de aquí y de allá, entre ellos Octavio Otálvaro Caicedo, César Augusto Orozco, Ruben Dario García, Manuel Eduardo Martínez, Hugo Becerra y Javier Ovidio Giraldo, entre otros, hicieron los contactos y gestiones por espacio de mes y medio hasta alcanzar lo inalcanzable, reunir a más de cien personas, con edades entre los 60 y los 96 años, primero en un chat que se alimentaba diariamente de ricas y vividas historias, y luego en un día inolvidable donde al son de la música, las remembranzas, las anécdotas y los abrazos por espacio de 12 horas la radio, ese medio mágico que construyó imaginarios en nuestras mentes volvió a tomar vida, en un solo cuerpo que bailó, cantó, recordó y se fundió en el más grato y evocador abrazo.
El 20 de noviembre, gracias a la hospitalidad de Johny Rivera y al liderazgo, el orden y el empeño de un puñado de locutores y periodistas radiales, pasará a la historia como el día en que la radió volvió a tomar vida y sus protagonistas se reencontraron para evocar bellos recuerdos.